El centro de Santiago II
Llegó a la casa como de costumbre, una vez a la semana. Saludó, también rutinariamente.
Debía hacer una llamada telefónica. Desde el auricular se oyó una grabación que indicaba que desde esa línea no se podían generar llamadas.
- ¿Qué pasa con éste teléfono? Me dice una grabación que está inhabilitado.
- Sí, está saliendo muy caro. Contestó su padre.
Era lo único que el viejo aportaba, el pago de la cuenta del teléfono.
- ¿Entonces tienes a todo el resto de la gente de la casa sin poder llamar?
No hubo respuesta sino escape. Lo siguió a su dormitorio, lo tomó de las solapas y le ordenó comunicarse inmediatamente con la compañía de teléfonos para reponer el servicio. Se negó. Le soltó las solapas y le apretó el cuello con las dos manos. No le gritaba, pues no quería que los demás, sobre todo los niños, escucharan.
Su cara de pavor, de sometimiento. Su cara que reflejaba el alma de un hombre humillado, miserable y derrotado. Su total falta de resistencia, hicieron que lo soltara y lo dejara ahí, medio tumbado en el sillón de su dormitorio.
Él aún mantenía la cara desencajada de ira y lo miraba desafiante, como pidiendo que respondiera algo, que lo insultara, que lo golpeara, que le dijera que a un padre no se le trata así, para ahora no tener que soltarlo, para no tenerle lástima, pero el viejo no tenía rabia y ahora, ya no tenía miedo. Su mente parecía estar en otra parte. Se incorporó, se sentó en el sillón y fijó su mirada en un punto indeterminado de la pared.
Como un perro desmotivado por la falta de resistencia de su presa, salió de la pieza y fue al comedor. Nadie en la mesa notó nada
-¿No te vas a quedar a almorzar, hijo? Preguntó la madre.
- No, tengo muchas cosas que hacer. Besos a todos, nos vemos, que estén bien.
No tomó el taxi en la esquina de siempre, sino que caminó. No se podía quitar de la mente la imagen de su rostro. De su miedo y de su debilidad. Tenía lástima y se sentía vagamente mal. Recordó toda su vida en un momento. Y lloró.
Casi al llegar a la esquina sintió que lo había perdonado. Sintió que cuando se es tan débil y tan miserable, simplemente no se puede ser culpable de nada. Eso lo hizo sentir mejor. Cuando llegó a su departamento, en el centro de Santiago, sonó el teléfono. Lo llamaban desde la casa. Habían repuesto el servicio telefónico.
Debía hacer una llamada telefónica. Desde el auricular se oyó una grabación que indicaba que desde esa línea no se podían generar llamadas.
- ¿Qué pasa con éste teléfono? Me dice una grabación que está inhabilitado.
- Sí, está saliendo muy caro. Contestó su padre.
Era lo único que el viejo aportaba, el pago de la cuenta del teléfono.
- ¿Entonces tienes a todo el resto de la gente de la casa sin poder llamar?
No hubo respuesta sino escape. Lo siguió a su dormitorio, lo tomó de las solapas y le ordenó comunicarse inmediatamente con la compañía de teléfonos para reponer el servicio. Se negó. Le soltó las solapas y le apretó el cuello con las dos manos. No le gritaba, pues no quería que los demás, sobre todo los niños, escucharan.
Su cara de pavor, de sometimiento. Su cara que reflejaba el alma de un hombre humillado, miserable y derrotado. Su total falta de resistencia, hicieron que lo soltara y lo dejara ahí, medio tumbado en el sillón de su dormitorio.
Él aún mantenía la cara desencajada de ira y lo miraba desafiante, como pidiendo que respondiera algo, que lo insultara, que lo golpeara, que le dijera que a un padre no se le trata así, para ahora no tener que soltarlo, para no tenerle lástima, pero el viejo no tenía rabia y ahora, ya no tenía miedo. Su mente parecía estar en otra parte. Se incorporó, se sentó en el sillón y fijó su mirada en un punto indeterminado de la pared.
Como un perro desmotivado por la falta de resistencia de su presa, salió de la pieza y fue al comedor. Nadie en la mesa notó nada
-¿No te vas a quedar a almorzar, hijo? Preguntó la madre.
- No, tengo muchas cosas que hacer. Besos a todos, nos vemos, que estén bien.
No tomó el taxi en la esquina de siempre, sino que caminó. No se podía quitar de la mente la imagen de su rostro. De su miedo y de su debilidad. Tenía lástima y se sentía vagamente mal. Recordó toda su vida en un momento. Y lloró.
Casi al llegar a la esquina sintió que lo había perdonado. Sintió que cuando se es tan débil y tan miserable, simplemente no se puede ser culpable de nada. Eso lo hizo sentir mejor. Cuando llegó a su departamento, en el centro de Santiago, sonó el teléfono. Lo llamaban desde la casa. Habían repuesto el servicio telefónico.
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