lunes, marzo 19, 2007

El centro de Santiago II

Llegó a la casa como de costumbre, una vez a la semana. Saludó, también rutinariamente.

Debía hacer una llamada telefónica. Desde el auricular se oyó una grabación que indicaba que desde esa línea no se podían generar llamadas.

- ¿Qué pasa con éste teléfono? Me dice una grabación que está inhabilitado.
- Sí, está saliendo muy caro.
Contestó su padre.

Era lo único que el viejo aportaba, el pago de la cuenta del teléfono.

- ¿Entonces tienes a todo el resto de la gente de la casa sin poder llamar?

No hubo respuesta sino escape. Lo siguió a su dormitorio, lo tomó de las solapas y le ordenó comunicarse inmediatamente con la compañía de teléfonos para reponer el servicio. Se negó. Le soltó las solapas y le apretó el cuello con las dos manos. No le gritaba, pues no quería que los demás, sobre todo los niños, escucharan.

Su cara de pavor, de sometimiento. Su cara que reflejaba el alma de un hombre humillado, miserable y derrotado. Su total falta de resistencia, hicieron que lo soltara y lo dejara ahí, medio tumbado en el sillón de su dormitorio.

Él aún mantenía la cara desencajada de ira y lo miraba desafiante, como pidiendo que respondiera algo, que lo insultara, que lo golpeara, que le dijera que a un padre no se le trata así, para ahora no tener que soltarlo, para no tenerle lástima, pero el viejo no tenía rabia y ahora, ya no tenía miedo. Su mente parecía estar en otra parte. Se incorporó, se sentó en el sillón y fijó su mirada en un punto indeterminado de la pared.

Como un perro desmotivado por la falta de resistencia de su presa, salió de la pieza y fue al comedor. Nadie en la mesa notó nada

-¿No te vas a quedar a almorzar, hijo? Preguntó la madre.
- No, tengo muchas cosas que hacer. Besos a todos, nos vemos, que estén bien.

No tomó el taxi en la esquina de siempre, sino que caminó. No se podía quitar de la mente la imagen de su rostro. De su miedo y de su debilidad. Tenía lástima y se sentía vagamente mal. Recordó toda su vida en un momento. Y lloró.

Casi al llegar a la esquina sintió que lo había perdonado. Sintió que cuando se es tan débil y tan miserable, simplemente no se puede ser culpable de nada. Eso lo hizo sentir mejor. Cuando llegó a su departamento, en el centro de Santiago, sonó el teléfono. Lo llamaban desde la casa. Habían repuesto el servicio telefónico.

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miércoles, marzo 14, 2007

El centro de Santiago

El nombramiento era un halago y una demostración de su buena suerte, pero la verdad es que era parte de lo que él tenía planeado. Nada había sido buena suerte, nada había sido gratis. De vuelta en Chile, ser hijo de unos exiliados desconocidos no era precisamente una ventaja, conseguir dar con la casa de algún familiar que lo acogiera, el liceo, las notas, el puntaje en la prueba, la entrada a la escuela, las calificaciones universitarias, la beca, el máster en Nueva York, nada fue gratis.

Había vuelto a Chile hacía dos semanas y no tenía más que unos cuantos pesos y sus diplomas. Agradeció cuando lo felicitaron. Tenía ganas de mandar a la mierda a quienes se referían una y otra vez a la buena suerte, pero había aprendido a callar, a sonreír y a avanzar a pasitos, todo un Subsecretario de Estado de la República de Chile, todo un meritócrata.

Mientras se despedía de los antiguos funcionarios de la repartición en la que había trabajado cuando recién había salido de la universidad, la vio.


-Señor Subsecretario, tanto tiempo. Lo felicito por su nombramiento.
-Señora Contreras, también la felicito por sus nuevas responsabilidades y por su familia, que he sabido que no para de crecer.

Se fue cuando aún el cóctel ardía. Le dio unas breves instrucciones a su chofer y tomó un taxi. Seguro que tiene importantes reuniones, pensaron todos. En realidad se fue a su departamento.

Al término del cóctel, el chofer del subsecretario se acercó discretamente a ella.

- Él quiere hablar con usted, sígame por favor

Ella, también discretamente, lo siguió. La cierta vulgaridad de su apariencia y de su ropa, no ocultaba su condición. Era la subjefa de personal, sonreía como eso y caminaba como eso. Ella tampoco había conseguido nada gratis. Pero ahora también caminaba y sonreía como una mujer deseada. Un modo que ya casi había olvidado y que entró en sus ojos, en su boca y en sus caderas, desde ese saludo formal y que empezó a hinchar sus labios y a mojarla desde que el conductor le dijo que él quería verla.

Pensó que iría a su oficina, pero fue llevada al auto fiscal en que fue conducida hacia un barrio residencial, cerca del centro de Santiago.

Llegaron.

- Es el 2410 de ese edificio
- Gracias don Roberto.

Cuando le abrió la puerta del departamento, él le dijo que la había echado de menos. Su respiración y su corazón agitado, no la dejaron hablar a ella. Solo podía besar, lamer, oler y tocar y eso hizo. Eso hizo él también. Era como si no se hubieran dejado de tocar nunca, un solo día. Era como si esos cinco años no hubieran pasado.

- Para, no puedo, estoy menstruando.

Él hizo como si ella no hubiera dicho nada y ella también. Se revolcaron y a ratos pareció que de nuevo se mezclaban como hace años. Pero el tiempo, el dolor y las heridas, los trajo a la realidad. Habían pasado seis horas y ya oscurecía. Ella se vistió y él la fue a dejar a la puerta. Don Roberto esperaba como un fiel y discreto perro guardián. La llevó al centro de Santiago y ella, como de costumbre, subió a su flamante automóvil cuando ya anochecía, como todos los días.

Había mucha pega.

Compró pan y llamó a la casa, mientras una vez más, como todos los días, recorría el camino desde el centro de Santiago hasta San Bernardo.

- Hola ¿Cómo están los niños?
- Bien. La nana está esperándote para irse.
- Ok, dile que se vaya, que se tome libre mañana y que el sábado le toca planchado.
- Bueno, te tengo una sorpresa.
- ¿Sí? ¿Y no me vas a decir qué es?
- No, ven y vas a ver.
- ¡No seas malo, dime¡
- Ven y verás.
- Bueno, chao amor.

El subsecretario se había quedado solo y desnudo en su departamento casi vacío. Se metió a la tina con agua caliente. No supo cuánto tiempo había pasado, pero la temperatura del agua que se había enfriado mientras dormía, lo despertó. Seguía solo. Se levantó, se vistió y fue a comprar cigarros a una bomba de bencina. Eran las cuatro de la mañana. Fumó y dormitó un poco, escuchando una y otra vez la pista 23 de Pubis Angelical y Yendo de la Cama al Living. A las siete cuarenta y cinco, don Roberto tocó el citófono. El subsecretario salió de su departamento con una bolsa de plástico negro. Dentro estaban las sábanas y los calzones que ella había dejado en su casa. El par de segundos que la bolsa tomó en desaparecer en el ducto del incinerador parecieron eternos.

Ella llegó a su casa y fingió sorpresa y felicidad cuando vio el nuevo y horroroso televisor de pantalla de no se qué. Setenta y dos cuotas y dos meses libres de pago por año. Una ganga.

Fue a hacer dormir a los niños y con manos de mago tomó clandestinamente unos calzones limpios, con los cuales borró los últimos rastros del vertiginoso y húmedo juego de esa tarde. Cuando llegó al living de nuevo, su marido dormía mientras en el televisor, el jurado evaluaba el baile de un ex rockero.

En la mañana, se toparon en la puerta del ministerio y se saludaron formalmente, pero hoy fue como si se despidieran para siempre. Llegaron al piso en que estaba la oficina de personal. Ella bajó y caminó por el pasillo. El par de segundos que tomó su imagen en desaparecer tras las puertas de acero que se cerraron, parecieron eternos.

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