miércoles, abril 11, 2007

El centro de Santiago III

Hace algún tiempo que su marido estaba un poco extraño. No es que estuviera con mal carácter o triste, o ausente, estaba extraño porque con cualquier excusa evitaba tener sexo con ella.

Ese no era un real problema, a sus veinticinco años, esa mujer había tenido mucho más sexo que la mayoría de sus compatriotas a los cuarenta. Su marido era un sátiro y el único responsable de su score erótico.

Ya a la segunda semana empezó a notarlo, pero continuó con sus ocupaciones habituales: atender su casa, cuidar a los hijos de unas vecinas y atender la sede comunitaria. Esa mañana las miradas habituales de los hombres de la población y los piropos de siempre, empezaron a ser para ella, más agudos, más profundos y más sucios que de costumbre. El seco verano de las barriadas de Santiago, su cuerpo húmedo, el liviano vestidito corto de algodón floreado y las dos semanas de olvido, hicieron que el trayecto entre su block y la sede comunitaria estuviera poblado de miradas y palabras, que hoy, como nunca antes, la tocaban, casi físicamente.

Cuando ya había casi terminado con las actas de la reunión anterior de la directiva, y apagaba el computador, apareció el tipo que venía cada cierto tiempo a la población desde que fue por primera vez, cuando estaba en el colegio, a hacer trabajos voluntarios. Se saludaron como de costumbre, a fin de cuentas era un viejo conocido del barrio y habían, en algún sentido, crecido juntos.

A ella siempre le causó algo de inquietud esa apariencia extraña que tenía, era como una mezcla entre Woody Allen, Benito Baranda y el Che Guevara. De hecho ahora, después de adultos, pensó en que ella sí había cambiado, que ahora se veía como la mujer que era y él, en cambio, seguía viniendo a la población así, como hace ya diez años, cada mes, como si estuviera disfrazado de trabajos voluntarios. Esa inquietud era una especie de ternura, sobre todo cuando los cabros, desde la polvorienta cancha de fútbol le gritaban quien sabe qué cosas. Le producía ternura la sonrisa con la que respondía esas burlas, por su ridícula apariencia, hechas en un coa que probablemente no entendía. Esa candidez y falta de sentido del ridículo en este mundo, la tocaron especialmente hoy. Hoy a ella todo la tocaba, casi físicamente.

Él, como siempre muy respetuosamente, le pidió el computador para dejar unos archivos con información comunitaria de utilidad, quién sabe sobre qué. Ella le dio la espalda y se puso a ordenar los últimos papeles.

Pensó que no debía tenerle lástima a ese tipo, al fin de cuentas era parte de una especie de casta. Ella lo supo cuando los curas jesuitas la invitaron, como dirigenta vecinal, a una iglesia del barrio alto, donde habían muchos tipos igual que él, en el coro, en la feligresía que llenaba la parroquia y en las lecturas del evangelio, hasta los sacristanes (cuyas ropas sacramentales, disimulaban a Woody y a Ernesto, aunque no a Benito) se le parecían.

Se dio vuelta y notó que él estaba perdido mirando sus piernas y su poto. Cuando sintió la mirada de ella, volvió al computador de golpe y su cara se tornó de un rojo intenso que a ella le pareció de un precioso contraste con la barba rubicunda que casi cubría toda su cara.

Era obvio, se le había metido parte del vestido en la cintura del calzón y eso había hecho que se subiera hasta dejar ver una imagen que está de más describir, pero que descibiré de todos modos: era un calzón barato aunque de puro algodón, nada de excentricidades, grande y con un pliegue del lado izquierdo. Esa ordinaria prenda no se adaptaba a ese culo celestial y se metía en los pliegues que encontraba, todo lo cual, tenía a nuestro misionero mensual caliente y avergonzado.

Ella volvió a lo suyo y después de planearlo todo, le pidió que le alcanzara el lápiz que estaba en la mesa. El no respondió. Ella insistió y él, contorsionado para que no se notara su erección, se paró, se acercó y se lo entregó.

Era rica. Osea, él la encontraba rica. Ella, también se encontraba rica.

Sonrió, caminó a la puerta de la sede y la cerró. La oscuridad hacía olvidar que afuera había sol, treinta grados a la sombra y mucho polvo. Él estaba ahí parado, paralogizado, tantas confesiones y tantos trabajos voluntarios habían destruido toda posibilidad de conexión entre sus deseos y sus actos. Ella se acercó y puso su mano encima de su miembro erecto y lo acarició. Solo resistió unos segundos mirándolo a los ojos y también los puso donde tenía su mano. Sin apuro acarició, sin apuro se tocó dentro de los muslos y se subió el vestidito floreado, se sacó los calzones y cuando empujó suavemente al tipo para que se apoyara en la mesa, cuando se quiso montar en él, y notó que ya no había erección, volvió a sentir ternura y ahora, no solo puso sus manos y sus ojos sino también su boca a reparar el pequeño obstáculo para tener lo único que quería en ese momento. Y lo hizo, sin apuro y con ternura. La madre universal, la expiadora de la culpa y de todos los pecados. Y lo guió y lo montó y lo miró. Ella tuvo dos orgasmos. Él uno.

Cerraron la sede. Y ella preguntó si iba al centro. Y él respondió que pasaba por ahí. Y ella le dijo que también tenía que ir. Caminaron las siete cuadras necesarias para dar con el recorrido de buses más próximo. Media cuadra antes de llegar al paradero, el tipo desactivó la alarma de un auto estacionado y la invitó a subirse.

Cuando iban llegando al centro, ella le dijo que lo invitaba a almorzar y él aceptó, se sentaron en el primer restorán que se cruzó. La Rosa. Hablaron de cosas sin ninguna importancia mientras comían.

En el centro ya nadie les decía nada, ni a él por ridículo, ni a ella por rica. Acá, en el centro de Santiago, ellos tenían su propia versión. El era tierno y ella linda. Nadie más la notaba a ella que no fuera él. A él solo lo notaba ella. Salvo por los breves momentos que tomó pedir, recibir los platos y pagar la cuenta, eso no fue interrumpido por nadie.

En la noche, cuando su marido llegó a la casa, algo mágico hizo de él el mismo de siempre. Como si la hubiera olido, o ciertos espíritus traviesos le hubieran metido en la mente lo que había pasado ese día. Tal vez fue simple coincidencia.

Eran las diez de la noche y ella ya dormitaba, relajada y feliz. Habían comido en el sillón como siempre y aunque una llamada del trabajo, muy poco habitual a esa hora, hizo que él se fuera al pasillo por unos minutos, todo fue bueno esa noche: estaba enamorada de su esposo, había tenido cinco orgasmos ese día y dormiría abrazada de su espalda. Todo eso era doméstico, normal y simple. Estaba muy feliz. Tal vez era que los espíritus traviesos le habían comunicado a su alma que una nueva vidita, desde ese día, latía dentro de ella.

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