jueves, mayo 03, 2007

El centro de Santiago IV

Las vio solo por unos momentos, el suficiente para que no notaran su presencia.

Cerró la puerta y se fue en puntas de pies a su pieza. En la cama seguía igual de caliente, pero ahora su calentura, después de ver a su novia y a la hija de su amigo tirando, era fría y mucho más intensa.

Después de media hora de estar echado en la cama, se vistió, salió y tomó unas llaves que encontró en la mesa de arrimo, a la entrada. Las probó hasta que pudo abrir uno de los autos que había en la casa. Se dirigió al centro de Santiago. No fue difícil. A fin de cuentas, esta ciudad era como su casa.

Llegó al club nocturno. Había pasado casi medio siglo, pero seguía siendo el mismo, y con el mismo nombre. Entró y pidió lo que de niño vio pedir mil veces a miles de parroquianos mientras espiaba a su madre protagonizando el show principal de la noche: una piscola.

A la quinta. Sus palabras, como por arte de magia, ya no sonaron como las de un lisboeta instruido, sino como las de un hijo de vecino de Maipú o La Florida. Y como cuando niño, se hizo invisible y espió exhaustivamente el show y a las chicas que esperaban su turno para bailar torpemente y luego restregarse un poco en los clientes.

Nadie lo notó. Él, como hace medio siglo, se hizo invisible en el rincón más apartado del salón.

Una de las bailarinas convenció a un cliente de ir a ese rincón privado, de pedir un trago adicional y de que pagando un poco, podría tener un poco más. Rogelio, como por reflejo, se escondió detrás del brazo de uno de los sillones. Era un hombre enorme y, como por arte de magia, se hizo pequeño y nadie lo vio. Observó con detalle cada cosa que hicieron: ese sucio y burdo hombre, y esa mujer. Por momentos, cuando el cliente se ponía un poco violento, Rogelio sentía que no controlaba el impulso de salir y matarlo, pero cuando todo se calmaba y volvía la suavidad torpe de un obrero borracho, disfrutaba de no tener que salir de su escondite, de que nadie lo viera.

Cuando todo terminó. Y el hombre se fue. Y ya no había nadie en el local.Y la mujer quedó tirada, dormida y borracha en el sillón. Rogelio salió de su guarida. Nadie lo veía.

La acarició, le ordenó el cabello y la tapó con un terciopelo sucio que había en el respaldo. Como pudo, se metió debajo del sillón y se acostó en el suelo.

Tomó la mano de la mujer que colgaba casi hasta el suelo y, como hace casi cincuenta años, la estrechó contra su mejilla y se durmió.