jueves, octubre 04, 2007

Gaete II

El Distrito Federal no le era extraño, había pasado gran parte de su adolescencia ahí, jugando a ser poeta. De nuevo, después de tantos años, Gaete estaba jugando a algo, y de nuevo, el escenario era esta ciudad.

Desde que Cecilia había hecho el requerimiento por la web para que hablaran por el chat, tenía un raro frío en el estómago. Excitación y miedo. Los intercambios de mensajes fueron telegráficos. Gaete mintió y le dijo que tenía que viajar a México antes de un mes, por asuntos de trabajo. El viernes 28 de septiembre, se encontrarían en un lugar preciso, a las seis y cuarto de la tarde.

Habían pasado más de diez años desde que se habían visto por última vez, en el centro de Santiago de Chile. Nunca, en ese tiempo, volvieron a verse, ni a hablar, ni a saber el uno del otro, hasta ese raro encuentro por la web.

El saludo fue convencionalmente afectuoso, aunque apenas se miraron a los ojos. Buscaron un lugar y hablaron sobre sus vidas. Cecilia era una mujer bella, tenía una sonrisa amplia y unos dientes blanquísimos, sus ojos seguían siendo los de dos décadas atrás, cuando se conocieron.

Solo cuando ella dijo que se había casado y que tenía una linda familia, Gaete reparó en su anillo de matrimonio. El frío fue más intenso y no supo qué decir.

- Yo también formé una familia en Madrid. Mintió

A esa mujer le sentaban bien los años, esos ojos, esos dientes y esa sonrisa. Gaete estaba más excitado y con más miedo cada vez. Cuando el silencio se hacía incómodo, repasaba las mentiras sobre su familia y entraba en detalles, sobre las bondades y los vicios del matrimonio y la paternidad. Ella, ahora sí, lo miraba fijamente y sonreía con los chistes que cada cierto rato hacía Gaete, sobre lo mexicano de su acento y otras cosas superficiales. Era una buena forma de paliar ese frío y ese miedo.

En uno de esos silencios, Cecilia pidió la cuenta y la pagó. Habían entrado a una taquería y solo habían pedido unas tazas de café. Cuando salían, ella dijo algo sobre el desagradable olor que había quedado en su ropa.

- ¿Quieres que te vaya a dejar a alguna parte? Preguntó Cecilia.
- A mi hotel, gracias. Supongo que no tienes apuro.
- No, no tengo apuro.


Cecilia mencionó una vez más, ahora dentro del auto, el olor de la taquería en su ropa y Gaete se acercó a olerla. La piel, el olor, el cuello y las tetas de Cecilia fueron irresistibles, pero Gaete se quedó unos segundos ahí, esperando una respuesta, una pequeña señal, con la boca casi tocando el cuello de ella. Como no hubo nada, volvió a su posición de copiloto y miró hacia adelante mientras Cecilia metía su carro al estacionamiento del hotel. El frío y el miedo lo tenían paralogizado, no podía siquiera hablar.

Al entrar a la pieza, ella lo besó, casi inmediatamente después de que Gaete cerró la puerta. Él empezó a sacarle la ropa y ella, como tratando de reponer el escenario de hace dos décadas, le pidió, suavemente, que no lo hiciera, que no podía y un montón de palabras que nada significaban, salvo que sí, que sí lo recordaba, que no se había olvidado de él, que seguía siendo su debilidad.

Gaete fue torpemente, como un niño hambriento, hacia el sexo de Cecilia. Como para marcarla, ésta vez sí, para siempre. Como para meterse dentro de ella, desde la punta de la lengua. Entero.


Gaete sintió que los muslos de Cecilia abrazaban su cuello y su cabeza, y empezó a perder el miedo y a dejar de sentir frío, ese abrazo fue más intenso cada vez. Cuando Gaete empezó a dejar de respirar, Cecilia, mientras lloraba, le preguntó por qué la había abandonado, por qué la había humillado, por qué la había tratado de ese modo y muchas cosas más que Gaete no podía escuchar. Las piernas de Cecilia también aislaron sus oídos del mundo.

Cuando todo el cuerpo de ella se contrajo, cuando Gaete se sintió absorbido, asfixiado, acogido y cubierto por completo. Cuando supo que todo eso pasaba porque él estaba ahí, entre sus piernas, cuando supo que ella no lo había abandonado, Gaete cerró los ojos, ya no había frío y ya no había miedo. Entonces Gaete sonrió, y dejó de respirar para siempre.