domingo, octubre 29, 2006

FE

Hasta hace unos meses, Federico estaba empezando a vivir con Violeta y estaban haciendo unos planes muy domésticos y de largo plazo. Él había accedido a tener un horizonte doméstico, maduro. Había decidido, a instancias de ella, sentar cabeza. Hasta había cotizado el precio de un lavavajillas.

Ahora solo quería sacársela de la cabeza y olvidar la imagen del día en que abandonó su departamento para siempre.

Por suerte, no habían pasado dos semanas enteras, cuando apareció Flor. Ella estaba solo de vacaciones en Chile, estudiaba en Barcelona, una maestría en arte o algo así y desde que la vio pensó que ella sería la madre de sus futuros hijos.

Esa sentencia sobre la futura maternidad no fue un augurio muy certero antes. De hecho, casi siempre falló, salvo una vez. Pero eso fue lo que pensó. Lo más pronto que pudo (Flor se iría luego de vuelta a España) obtuvo sus coordenadas, y con algún cuento de manual, la llamó.

Todo fue rápido. Osea, no tanto, a las diez se juntaron a tomar desayuno y después fueron por ahí, a caminar.

Ella se pintaba flores en las uñas de los pies y de las manos. Eran unas flores chiquitas, hechas con un pincel chiquito, con el que se daban pequeños toques para formar los pétalos y el centro. Ese domingo usaba unos zapatos dorados de taco y tenía una pulsera en el tobillo; una polera que dejaba ver su cintura, también chiquita, y unos pantalones blancos que no se caían porque sus caderas los detenían. La Flor era una delicia, en el sentido más básico de la palabra. Linda, un poco loca, inteligente y un poco puta.

Su cara dejaba ver que ella ya no era una niña, sino una hembra con recovecos oscuros en el alma, malos amores y llantos de esos que lo rompen a uno.

Conversaron por horas, comieron, bebieron y se rieron, un poco más allá de la medida razonable.
La entretención solo se convirtió en esa cosa solemne que tiene el sexo entre humanos, cuando Federico tomó su cintura sin mucho preámbulo, después de haber almorzado, mientras hacían una cola interminable para comprar helados, y la besó entre los olores de la gente, de los helados y el sabor de su lengua, que era como leche, como leche tibia con azúcar y galletas, mezclados en la boca, como cuando niño, con la boca llenísima, con hambre y con gusto.

Ya no hablaron más y solo apuraron el paso al departamento en que ella se estaba quedando.

Él nunca supo muy bien cuándo estaba enamorado, pero en cuanto pudo dormir, la abrazó y se enredó con ella, como se hace con la mujer que será la madre de los futuros hijos.

En la mañana del lunes, el ruido de la ciudad hábil lo despertó: voló a su departamento y luego al trabajo.

No supo de ella ese día ni al siguiente, como no contestó el teléfono fijo de donde se estaba quedando, fue a buscarla y se encontró con la dueña que le dijo que Flor se había ido el día anterior a España, según los planes fijados con antelación.

Llamó a la amiga que los había presentado en el bar hace unos días y le preguntó por ella.

- Ya se fue, la fecha la tenía planeada desde hace semanas. Además no podía postergar su vuelo, porque su marido debía ir fuera de España por trabajo y Flor debía quedarse con su hijo. Si quieres, nos tomamos un cafecito y te explico. Mira, la Flor tiene motivos para hacer lo que hizo contigo.

Llegaron al café y Marisol empezó con el relato de los malditos motivos. Todo tenía que ver con una antigua historia de la universidad en que el marido de Flor y Federico fueron compañeros. Federico no dejó que terminara y le pidió que cambiaran de tema. Después de todo, nunca le preguntó a Flor si era casada, ni cuándo volvía a España.

El café era el mismo en que hace unos días había desayunado con ella. La radio sonaba.

Donde guardo, niña, tu manera de tocarme
Donde guardo mi fe


De repente Federico se paró y caminó hacia la caja, pagó la cuenta y volvió donde su amiga.

- Oye Marisol, el café está bueno acá, pero la música es muy mala ¿Me acompañas a ver un lavavajillas que estoy necesitando?

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