Sábado
La anciana entró, y parsimoniosamente se acercó a la dependienta. Le pidió un litro de helado de naranja con jengibre, cuatro paquetes de galletas y tres chocolates grandes. Detrás de ella, entró una monja de mediana edad, obesa y con apariencia nerviosa.
-Mamá, en serio, no es necesario, ya es suficiente con lo que nos llevamos ayer. Por favor mamá, en serio.
La anciana, muy suavemente, tomó, desde las manos de la religiosa que no opuso ninguna resistencia, una pequeña cartuchera, de esas que se usan para poner las monedas.
-Mamá por favor, no compres más cosas, es suficiente con lo que llevamos ayer.
Pagó la cuenta y se despidió.
Su hija no la visitaba muy a menudo y por eso la anciana se veía especialmente contenta esa mañana. Pese a que ya se había despedido, se quedó hablando unos momentos sobre la visita de su hija con la dependienta. Mientras ella, casi en la puerta de salida, como apurando las cosas, sostenía el paquete lleno de galletas, helado y chocolate.
Como la conversación se prolongó por unos minutos, la monja abrió uno de los paquetes y empezó a comerse las galletas, una a una.
La anciana se despidió nuevamente. Se dio la vuelta y con la mirada buscó a su hija. Ella ya la esperaba en la acera, junto a una de las mesitas en que la gente tomaba café. Cuando la vio, sonrió y caminó pausadamente hacia ella, le acarició el rostro y sacudió las migas que la monja tenía en la panza.
Se alejaron del lugar tomadas del brazo.
La bolsa con las compras estaba casi vacía.
Una nerviosa paloma dio cuenta de las migas de galleta que habían quedado en la acera, una a una.
-Mamá, en serio, no es necesario, ya es suficiente con lo que nos llevamos ayer. Por favor mamá, en serio.
La anciana, muy suavemente, tomó, desde las manos de la religiosa que no opuso ninguna resistencia, una pequeña cartuchera, de esas que se usan para poner las monedas.
-Mamá por favor, no compres más cosas, es suficiente con lo que llevamos ayer.
Pagó la cuenta y se despidió.
Su hija no la visitaba muy a menudo y por eso la anciana se veía especialmente contenta esa mañana. Pese a que ya se había despedido, se quedó hablando unos momentos sobre la visita de su hija con la dependienta. Mientras ella, casi en la puerta de salida, como apurando las cosas, sostenía el paquete lleno de galletas, helado y chocolate.
Como la conversación se prolongó por unos minutos, la monja abrió uno de los paquetes y empezó a comerse las galletas, una a una.
La anciana se despidió nuevamente. Se dio la vuelta y con la mirada buscó a su hija. Ella ya la esperaba en la acera, junto a una de las mesitas en que la gente tomaba café. Cuando la vio, sonrió y caminó pausadamente hacia ella, le acarició el rostro y sacudió las migas que la monja tenía en la panza.
Se alejaron del lugar tomadas del brazo.
La bolsa con las compras estaba casi vacía.
Una nerviosa paloma dio cuenta de las migas de galleta que habían quedado en la acera, una a una.