sábado, septiembre 22, 2007

Sábado

La anciana entró, y parsimoniosamente se acercó a la dependienta. Le pidió un litro de helado de naranja con jengibre, cuatro paquetes de galletas y tres chocolates grandes. Detrás de ella, entró una monja de mediana edad, obesa y con apariencia nerviosa.

-Mamá, en serio, no es necesario, ya es suficiente con lo que nos llevamos ayer. Por favor mamá, en serio.

La anciana, muy suavemente, tomó, desde las manos de la religiosa que no opuso ninguna resistencia, una pequeña cartuchera, de esas que se usan para poner las monedas.

-Mamá por favor, no compres más cosas, es suficiente con lo que llevamos ayer.

Pagó la cuenta y se despidió.

Su hija no la visitaba muy a menudo y por eso la anciana se veía especialmente contenta esa mañana. Pese a que ya se había despedido, se quedó hablando unos momentos sobre la visita de su hija con la dependienta. Mientras ella, casi en la puerta de salida, como apurando las cosas, sostenía el paquete lleno de galletas, helado y chocolate.

Como la conversación se prolongó por unos minutos, la monja abrió uno de los paquetes y empezó a comerse las galletas, una a una.

La anciana se despidió nuevamente. Se dio la vuelta y con la mirada buscó a su hija. Ella ya la esperaba en la acera, junto a una de las mesitas en que la gente tomaba café. Cuando la vio, sonrió y caminó pausadamente hacia ella, le acarició el rostro y sacudió las migas que la monja tenía en la panza.

Se alejaron del lugar tomadas del brazo.

La bolsa con las compras estaba casi vacía.

Una nerviosa paloma dio cuenta de las migas de galleta que habían quedado en la acera, una a una.

lunes, septiembre 10, 2007

Nuestra derecha y la política

Les pongo acá un link de una columna mía en elmostrador.cl http://www.elmostrador.cl/modulos/noticias/constructor/noticia_new.asp?id_noticia=227446

martes, septiembre 04, 2007

La muerte de Gaete

Desde que la derecha ganó, desde que las cosas se pusieron color de hormiga, se fue de su casa. De su ciudad. De su país. Se fue de ese lugar en que era uno más, en que su cara estaba como reproducida en los rostros de todos los que deambulaban a diario por ahí.

Su vida diaria pasó a ser la vida diaria de un extranjero: nadie hablaba su idioma en ningún lugar del mundo. Él solo podía entender y darse a entender en su ciudad, y solo con algunas personas. Lo demás era solo comunicación superficial. Unas semanas antes de la partida, era un hombre vital y desde que se fue, a pesar de su relativa juventud, empezó a morir.

Vivía de un par de diletancias que escribía para algunos diarios europeos progresistas y de una mesada de refugiado sin trabajo. Solo se afeitaba para ir por esa remuneración con que la comunidad europea subsidia a quienes fallaron en intentar un Estado Social y Democrático de Derecho en Chile (esa nueva versión del sueño que encontró la izquierda para no matarlos totalmente). A esos que fallaron porque no se ocuparon de mantener el poder. Como si los cambios políticos y sociales fueran solo una cosa de discursos y de técnicos. Bueno, a esos que perdieron, a esos que patentaron la torpeza institucionalizada, Europa los subsidia mensualmente, hasta el día de hoy. Esto permitió a Gaete salir de la euforia y de la urgencia y volver a su estado normal, el reposo.

Por eso es que Gaete se fue así, sin pena ni gloria, o al menos eso es lo que creían los que lo conocieron. Un día desapareció del mapa para siempre.

Una antigua amante de Gaete que había enloquecido ya hace años, aseguraba que antes de salir del país, él le había escrito mensajes de texto, correos electrónicos, faxes y cartas por correo postal, rogándole que se juntaran para despedirse, pero ella no aceptó, ni siquiera respondió. Decía que entonces pasó lo que Gaete advirtió que pasaría: si no la veía antes de irse, su corazón caería, desintegrado, en alguna calle del primer mundo, destrozado en tantos pedacitos, que nadie lo notaría.

Por supuesto que nadie tomó en serio lo que decía la mujer. Pero tenía razón.

El 4 de septiembre de 2013, venía de vuelta de cobrar el sueldo, cuando un auto junto a él explotó. Los cadáveres, o los restos de ellos, fueron identificados. Tres víctimas fatales. Ninguno de ellos era Gaete.

Su corazón explotó también y con él todo su cuerpo. A Gaete no lo mataron los terroristas, esa habría sido una manera muy poco elegante de morir, sometido como un cordero a la voluntad de otros. Murió por su propia mano, y tal como lo había decidido y anunciado: haciendo explotar su corazón dentro de él, serenamente desolado. Ese día, Gaete cumplía cuarenta años.

Fueron tantos y tan pequeños los pedacitos que se esparcieron por la calle, que nunca nadie lo notó.